Reto bloque 4
En este apartado procedo a llevar a cabo el reto del bloque número 4 del curso Fundamentos sobre la igualdad entre mujeres y hombres
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La tarea de este bloque consiste en realizar una reflexión sobre ¿qué podemos hacer desde nuestra posición de empleados públicos para impulsar la igualdad entre mujeres y hombres?.
No se me ocurre otra cosa más que, simplemente, estar.
Quizás suene presuntuoso o poco proactivo, pero he de explicar que pertenezco al Cuerpo de Ayudantes de Instituciones Penitenciarias, lo que, coloquialmente, se conoce como funcionarios de prisiones.
El medio en el que trabajo es eminentemente masculino. No digo machista, eso es otro asunto. Es masculino porque el 93% de la población reclusa son hombres (datos de la Secretaría General de IIPP, abril de 2020).
Entre el material provisto en este curso, se incluye el “Convenio de colaboración entre el Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades y la Secretaría General de IIPP, para impulsar acciones para la igualdad entre mujeres y hombres en el ámbito penitenciario en los años 2017 y 2018”. Esta norma se centra en medidas para promover la igualdad en las reclusas, lo cual es magnífico, pero echo en falta que se aborden medidas para fomentar la igualdad entre de mujeres y hombres en lo que a los trabajadores en el medio se refiere.
En 2007 se aprobó la llamada Ley de Igualdad (Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres), lo que, automáticamente se tradujo, en el ámbito penitenciario, en la eliminación de las escalas masculina y femenina que regía en las pruebas de acceso a este cuerpo de funcionarios. Hasta ese momento, las mujeres sólo podían trabajar con reclusas y los hombres con reos masculinos. Esa modificación, que a muchos podría parecer un trámite lógico y sin mucha relevancia, conllevó unas consecuencias extremadamente relevantes para el normal funcionamiento de esta institución. Imaginen, de repente, y sin transición alguna, mujeres como funcionarias de vigilancia interior (en contacto directo con los reclusos) entre funcionarios y mandos que no habían conocido esta situación y no estaban preparados, así como entre internos, que lo estaban mucho menos.
Nadie que no haya trabajado en un patio lo puede comprender. Esta es una característica (triste, diría yo) del medio penitenciario. Su gran desconocimiento. No llego a comprender qué complejos y prejuicios llevan a las autoridades, nuestros gobernantes, a esconder esta realidad. Las prisiones, como dice el preámbulo de la LOGP, son un mal necesario. Pero nuestro país puede presumir de contar con un sistema penitenciario, no perfecto (ninguno lo es), pero sí ejemplar, en lo que respecta a respeto de los derechos humanos, asistencia a los reclusos (sanitaria, formativa, social…), los programas de diversa índole dirigidos a la reinserción, etc. (ciertamente es discutible si se dota a los centros penitenciarios de los medios adecuados para llevar a cabo dichos programas, pero eso requiere otra disertación).
Este desconocimiento del medio no sólo se extiende entre la población general, sino que los propios políticos y legisladores adolecen del mismo cuando dictan normas que regulan dicho entorno y otras que les afectan directamente, como es el caso de la L.O. 3/2007.
Como decía antes, de un día para otro (literalmente) entraron mujeres funcionarias en módulos de hombres. Funcionarias en prácticas que, como todos los prácticos, desconocen este medio y lo hacen, en este caso concreto, en unos centros penitenciarios donde ni los internos ni los demás funcionarios están preparados para ello.
Pertenezco a la promoción de 2008. Un año después de la igualdad, cuando la situación era la misma. Internos desconcertados, funcionarios reacios y mandos desconfiados. Tras casi 10 años en interior, poco a poco todos ellos (en general) se han ido acostumbrando, pero a las mujeres que empezamos a entrar a “patios de hombres” se nos hizo especialmente duro. Lidiar con el machismo (ahora sí digo machismo) de internos, funcionarios y mandos, fue algo que tuvimos que sumar a empezar un trabajo duro, nada reconocido y bastante complejo, como nuestros compañeros hombres. En igualdad de condiciones: funcionario nuevo, al hombre se le presupone lo va a hacer bien y la mujer tiene que demostrarlo. Estoy segura de que la mayoría de mis compañeras han sentido lo mismo. Los propios mandos generan desigualdades, asignando módulos menos peligrosos a las mujeres porque no confían en su desempeño, lo que suscita recelos y suspicacias en los compañeros varones porque, ciertamente, “cobramos todos igual”.
Y todo esto se podría haber evitado. Conociendo el medio. Sabiendo que la población penitenciaria femenina es una ínfima parte de la total. Que hombres y mujeres somos capaces de realizar el mismo trabajo salvo, que, por ejemplo, una ley lo prohíba. Y refiero un ejemplo concreto, que pudiera antojarse secundario, pero que rige el devenir del trabajo rutinario en un centro penitenciario, el cacheo. Los hombres sólo pueden ser cacheados por hombres. Los cacheos rutinarios suponen parte de nuestro trabajo diario. Ergo, las mujeres no podemos hacer, por ley, parte del trabajo rutinario que tenemos asignado. Esto, en la práctica, con buena voluntad de los que trabajamos en los módulos, se solventa, haciendo las mujeres otros trabajos mientras nuestros compañeros hombres realizan tales cacheos a la persona del recluso, por ejemplo, registrando sus pertenencias o efectuando la requisa de su celda. Pero no en todos los módulos trabajan dos funcionarios. Lamentablemente, por la acuciante falta de personal en nuestro sector, lo habitual es estar un funcionario sólo en un módulo. En tal caso, y siendo dicho funcionario de género femenino, se nos plantea un problema, ya que hay una parte del trabajo (esencial por motivos obvios de seguridad) que no se puede hacer. Al verse obligada la funcionaria a emplazar a un compañero varón para esa tarea suceden dos cosas: que el compañero se molesta porque tiene que hacer dicha labor en su módulo a la vez que en el asignado a una mujer y que el interno interpreta dicha delegación como una falta de autoridad/valía de la mujer frente al hombre.
Esto, y otros aspectos en los que no me extenderé, lleva a situaciones en las que se nos coloca en uno y otro módulo, con uno u otro compañero, en uno u otro grupo, en función, no de nuestro desempeño laboral, sino de nuestro sexo. Y el problema va en aumento porque, en igualdad de condiciones, las mujeres estudiamos más, es un hecho. Y en las últimas promociones de funcionarios de prisiones han aprobado más mujeres que hombres. Al parecer, a nadie en la administración penitenciaria se le ha ocurrido qué sucederá cuando haya más mujeres que hombres para poder establecer un servicio de interior en un centro penitenciario.
Todo esto se podría haber evitado, estudiando y teniendo en cuenta para la aplicación de la ley cada caso concreto; no es lo mismo la gestión de un colegio, que la de un centro de salud o la de una cárcel. Se podía haber evitado consultando a los que están día a día en el patio de un módulo, que son los que conocen el funcionamiento de la prisión, la idiosincrasia de los reclusos y sus relaciones con los funcionarios que los atienden en primera línea. En éste, como en otros muchos asuntos, se legisla desde despachos que nada saben (y nada quieren saber, en este caso) de las repercusiones que tendrán tales iniciativas.
Mientras tanto, las mujeres que ya trabajamos en este entorno, hacemos lo que podemos. Esto es, realizar nuestro trabajo con la mejor diligencia posible. A la vez, con nuestra presencia y desempeño normalizar entre los compañeros hombres y los reclusos la existencia de mujeres funcionarias de prisiones en módulos de hombres. De hecho, en estos años se ha conseguido en parte y en centros nuevos, donde solemos trabajar promociones más recientes (por tanto, con muchas más mujeres), ya no es un hecho cuestionado. Ello no supone que no sigan persistiendo problemas de fondo, tanto en la organización del servicio, como en la realización efectiva de determinados trabajos que, por ley, o por desconfianza de los propios mandos, es vetado a las mujeres que, en teoría, entramos a este cuerpo de funcionarios en igualdad.
Así pues, no se me ocurre otra cosa más que, simplemente estar y, quizás, algún día, ser consultadas por aquellos que, sobre el papel, más saben de igualdad (y de prisiones).
Quizás suene presuntuoso o poco proactivo, pero he de explicar que pertenezco al Cuerpo de Ayudantes de Instituciones Penitenciarias, lo que, coloquialmente, se conoce como funcionarios de prisiones.
El medio en el que trabajo es eminentemente masculino. No digo machista, eso es otro asunto. Es masculino porque el 93% de la población reclusa son hombres (datos de la Secretaría General de IIPP, abril de 2020).
Entre el material provisto en este curso, se incluye el “Convenio de colaboración entre el Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades y la Secretaría General de IIPP, para impulsar acciones para la igualdad entre mujeres y hombres en el ámbito penitenciario en los años 2017 y 2018”. Esta norma se centra en medidas para promover la igualdad en las reclusas, lo cual es magnífico, pero echo en falta que se aborden medidas para fomentar la igualdad entre de mujeres y hombres en lo que a los trabajadores en el medio se refiere.
En 2007 se aprobó la llamada Ley de Igualdad (Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres), lo que, automáticamente se tradujo, en el ámbito penitenciario, en la eliminación de las escalas masculina y femenina que regía en las pruebas de acceso a este cuerpo de funcionarios. Hasta ese momento, las mujeres sólo podían trabajar con reclusas y los hombres con reos masculinos. Esa modificación, que a muchos podría parecer un trámite lógico y sin mucha relevancia, conllevó unas consecuencias extremadamente relevantes para el normal funcionamiento de esta institución. Imaginen, de repente, y sin transición alguna, mujeres como funcionarias de vigilancia interior (en contacto directo con los reclusos) entre funcionarios y mandos que no habían conocido esta situación y no estaban preparados, así como entre internos, que lo estaban mucho menos.
Nadie que no haya trabajado en un patio lo puede comprender. Esta es una característica (triste, diría yo) del medio penitenciario. Su gran desconocimiento. No llego a comprender qué complejos y prejuicios llevan a las autoridades, nuestros gobernantes, a esconder esta realidad. Las prisiones, como dice el preámbulo de la LOGP, son un mal necesario. Pero nuestro país puede presumir de contar con un sistema penitenciario, no perfecto (ninguno lo es), pero sí ejemplar, en lo que respecta a respeto de los derechos humanos, asistencia a los reclusos (sanitaria, formativa, social…), los programas de diversa índole dirigidos a la reinserción, etc. (ciertamente es discutible si se dota a los centros penitenciarios de los medios adecuados para llevar a cabo dichos programas, pero eso requiere otra disertación).
Este desconocimiento del medio no sólo se extiende entre la población general, sino que los propios políticos y legisladores adolecen del mismo cuando dictan normas que regulan dicho entorno y otras que les afectan directamente, como es el caso de la L.O. 3/2007.
Como decía antes, de un día para otro (literalmente) entraron mujeres funcionarias en módulos de hombres. Funcionarias en prácticas que, como todos los prácticos, desconocen este medio y lo hacen, en este caso concreto, en unos centros penitenciarios donde ni los internos ni los demás funcionarios están preparados para ello.
Pertenezco a la promoción de 2008. Un año después de la igualdad, cuando la situación era la misma. Internos desconcertados, funcionarios reacios y mandos desconfiados. Tras casi 10 años en interior, poco a poco todos ellos (en general) se han ido acostumbrando, pero a las mujeres que empezamos a entrar a “patios de hombres” se nos hizo especialmente duro. Lidiar con el machismo (ahora sí digo machismo) de internos, funcionarios y mandos, fue algo que tuvimos que sumar a empezar un trabajo duro, nada reconocido y bastante complejo, como nuestros compañeros hombres. En igualdad de condiciones: funcionario nuevo, al hombre se le presupone lo va a hacer bien y la mujer tiene que demostrarlo. Estoy segura de que la mayoría de mis compañeras han sentido lo mismo. Los propios mandos generan desigualdades, asignando módulos menos peligrosos a las mujeres porque no confían en su desempeño, lo que suscita recelos y suspicacias en los compañeros varones porque, ciertamente, “cobramos todos igual”.
Y todo esto se podría haber evitado. Conociendo el medio. Sabiendo que la población penitenciaria femenina es una ínfima parte de la total. Que hombres y mujeres somos capaces de realizar el mismo trabajo salvo, que, por ejemplo, una ley lo prohíba. Y refiero un ejemplo concreto, que pudiera antojarse secundario, pero que rige el devenir del trabajo rutinario en un centro penitenciario, el cacheo. Los hombres sólo pueden ser cacheados por hombres. Los cacheos rutinarios suponen parte de nuestro trabajo diario. Ergo, las mujeres no podemos hacer, por ley, parte del trabajo rutinario que tenemos asignado. Esto, en la práctica, con buena voluntad de los que trabajamos en los módulos, se solventa, haciendo las mujeres otros trabajos mientras nuestros compañeros hombres realizan tales cacheos a la persona del recluso, por ejemplo, registrando sus pertenencias o efectuando la requisa de su celda. Pero no en todos los módulos trabajan dos funcionarios. Lamentablemente, por la acuciante falta de personal en nuestro sector, lo habitual es estar un funcionario sólo en un módulo. En tal caso, y siendo dicho funcionario de género femenino, se nos plantea un problema, ya que hay una parte del trabajo (esencial por motivos obvios de seguridad) que no se puede hacer. Al verse obligada la funcionaria a emplazar a un compañero varón para esa tarea suceden dos cosas: que el compañero se molesta porque tiene que hacer dicha labor en su módulo a la vez que en el asignado a una mujer y que el interno interpreta dicha delegación como una falta de autoridad/valía de la mujer frente al hombre.
Esto, y otros aspectos en los que no me extenderé, lleva a situaciones en las que se nos coloca en uno y otro módulo, con uno u otro compañero, en uno u otro grupo, en función, no de nuestro desempeño laboral, sino de nuestro sexo. Y el problema va en aumento porque, en igualdad de condiciones, las mujeres estudiamos más, es un hecho. Y en las últimas promociones de funcionarios de prisiones han aprobado más mujeres que hombres. Al parecer, a nadie en la administración penitenciaria se le ha ocurrido qué sucederá cuando haya más mujeres que hombres para poder establecer un servicio de interior en un centro penitenciario.
Todo esto se podría haber evitado, estudiando y teniendo en cuenta para la aplicación de la ley cada caso concreto; no es lo mismo la gestión de un colegio, que la de un centro de salud o la de una cárcel. Se podía haber evitado consultando a los que están día a día en el patio de un módulo, que son los que conocen el funcionamiento de la prisión, la idiosincrasia de los reclusos y sus relaciones con los funcionarios que los atienden en primera línea. En éste, como en otros muchos asuntos, se legisla desde despachos que nada saben (y nada quieren saber, en este caso) de las repercusiones que tendrán tales iniciativas.
Mientras tanto, las mujeres que ya trabajamos en este entorno, hacemos lo que podemos. Esto es, realizar nuestro trabajo con la mejor diligencia posible. A la vez, con nuestra presencia y desempeño normalizar entre los compañeros hombres y los reclusos la existencia de mujeres funcionarias de prisiones en módulos de hombres. De hecho, en estos años se ha conseguido en parte y en centros nuevos, donde solemos trabajar promociones más recientes (por tanto, con muchas más mujeres), ya no es un hecho cuestionado. Ello no supone que no sigan persistiendo problemas de fondo, tanto en la organización del servicio, como en la realización efectiva de determinados trabajos que, por ley, o por desconfianza de los propios mandos, es vetado a las mujeres que, en teoría, entramos a este cuerpo de funcionarios en igualdad.
Así pues, no se me ocurre otra cosa más que, simplemente estar y, quizás, algún día, ser consultadas por aquellos que, sobre el papel, más saben de igualdad (y de prisiones).
Foto utilizada con licencia Creative Commons de M. Martin Vicente